Nos hacemos eco y damos difusión a este artículo de opinión
realizado por:
No os voy a contar nada que no hayan contado otros, sólo
deseo remover lo que ya conocéis pero que no habéis pensado en ningún momento
que pudiéramos hacerlo nuestro. Traemos un argumentario basado en gente tan
conocida como Freire, Habermas, Maturana, Vigotsky, Calderón o Goffman y
hablamos de conceptos tan usados por la clase política como clases sociales,
vulneración de derechos, personas oprimidas…, con una diferencia: no nos
estamos refiriendo a la llamada clase obrera.
Nos referimos a nosotras: las excluidas por funcionar de
forma diferente. No somos seres extraordinarios venidos de otro planeta ni
tenemos super poderes como los Cuatro Fantásticos, ni llevamos capa como
Batman, ni volamos con escoba como las brujas, ni montamos en unicornios como
las hadas… Somos simples mortales como los demás, pero se nos pide que seamos
capaces de superar unos obstáculos que nos vienen impuestos. ¿Por quién?
Daremos respuesta a esta pregunta y a otras que irán apareciendo.
No somos productivos como tampoco lo somos las amas de casa,
aunque hay una diferencia entre nosotras y ellas. A ellas se les ha asignado el
rol de cuidadoras y a nosotras el de ser objeto de cuidados. Así, las no
productivas se quedan recluidas en casa. Tanto unas como otras quedamos fuera
de la categoría de obreras, con lo cual carecemos de poder adquisitivo para
comprar derechos y entramos en la categoría de quienes perciben condescendencia
y favores.
Esto nos da un punto de partida social, el de “la
discapacidad“. Debemos tener claro que estamos hablando de una “construcción
social”, no de una condición humana. Son los entornos físicos, educativos y
sociales creados por el ser humano los que crean la discapacidad y por tanto,
son modificables. Creo que deberíamos hacernos algunas preguntas:
– Si somos los diseñadores de nuestros contextos sociales y
culturales, ¿por qué no los hacemos inclusivos? ¿Qué interés puede haber en
excluir? Es evidente que hay un interés en segregar. Y el único interés que
puede haber es el de fragmentar la sociedad, estableciendo condiciones para la
competición entre clases sociales creando así una pirámide en la que la clase
dominante se encuentra en el vértice superior. Esta clase dominante alcanza esa
altura de dominio con el establecimiento de unos elementos que sirvan de “criba
social”, al ir tamizando a las personas por diferentes características
identitarias que va clasificando a las personas al tiempo que va formando capas
de desigualdades sociales, económicas y culturales. Estos tamices son
reconocibles por todos. Son tales como el género, la raza, las capacidades
(físicas, sensoriales, intelectuales o mentales)… Curiosamente todos esos
elementos tienen una supuesta justificación, casi siempre médica o científica,
que da certificado de veracidad y lógica a sus argumentaciones.
No olvidemos que hay establecidas unas medidas, unos
percentiles médicos y unos coeficientes intelectuales, psíquicos y barómetros
sociales por los que se nos va midiendo y categorizando desde que nacemos.
La primera categorización está en qué condiciones
hospitalarias naces dependiendo del nivel adquisitivo de la familia, si estás
sano, si eres niño o niña… Así se va creando el pensamiento de “condición
humana”. Todo aquel que no encaja en esas medidas ni de refilón o entra en unas
sí y en otras no, va perdiendo “rasgos de humanidad”. Es ese el motivo que
provoca “el pésame” cuando nace un bebé con diversidad funcional, porque se
entiende como una gestación fallida. No se ha tenido un bebé (este murió en el momento
de nacer), se ha tenido una “discapacidad”. Ocurre igual cuando alguien por
enfermedad o accidente adquiere una diversidad funcional. También recibe el
pésame aunque siga vivo. Para los que le rodean en cierta medida ha muerto, ha
dejado de ser quien era para “renacer como discapacidad”. Aquí empieza el
proceso de “cosificación”, empiezan las terapias a contra reloj, la búsqueda de
la rehabilitación y de la cura porque se trata de recuperar la humanidad
perdida en el momento de nacer o del accidente. Sin decirlo, todo su entorno
familiar sabe y es consciente de su exclusión por el sistema, así como la
persona a la que le sobrevino la discapacidad.
La persona va creciendo, viéndose fuera de todo lo
considerado normal y por tanto, de todo lo considerado humano. Entramos en lo
clasificado como “especial”, y tan especial lo ponen que hasta para el sistema
de salud eres “complicado”. No estás dentro de los datos, los análisis, las
pruebas médicas, la maquinaria… Nada está pensado para la diversidad humana,
incluso los profesionales tienen que ser especiales. No vale cualquier
pediatra, por ejemplo.
Así es como accedemos a la vía muerta del sistema educativo,
también “especial”. Y así se desencadena un suma y sigue que va dejando a las
personas en un mundo paralelo.
La vida especial y la vida en si. Dos líneas paralelas que
ni se cruzan ni se juntan en ninguna parte del camino. Esa es la intención del
sistema. La invisibilidad de las personas que no deberían haber nacido, esas a
las que se considera una carga social por su falta de productividad, personas a
las que se quiere ocultar porque nos recuerdan nuestra fragilidad natural.
Todas sentimos quiénes somos y cómo somos según percibimos
cómo nos ven los demás. Cuando un padre, una madre o maestra trata a un niño o
niña de forma diferente a los demás, sencillamente le está diciendo que es
diferente y que esperamos por su parte un comportamiento diferente. Cuando a un
niño se le está diciendo continuamente “¡mira que eres malo!”, estamos
condicionando su conducta. Cuando una niña recibe como primer regalo de
cumpleaños un disfraz de princesa, un cuento de princesas o una muñeca vestida
de princesa, ¿qué le estamos diciendo? Que se comporte como tal, o por lo menos
que lo intente, y además, que haga una cosa u otra tal y como creemos que se
debe comportar una princesa. Es decir, la idea que se nos ha preestablecido a
todos de lo que es una princesa, aunque luego la realidad diste mucho de la
idea que se nos ha vendido. Pues exactamente lo mismo ocurre con las personas
con diversidad.
Al encontrarse en la cara oculta de la luna, se crea un
pensamiento subjetivo de cómo deben ser, cómo deben comportarse, se les
construye una identidad definida por otros, normalmente tan falsa como la de
princesa o la del niño malísimo. Es esta, en realidad, una identidad
interesada, porque definiendo al otro, yo me coloco en una mejor posición en la
escala social. Cuando le arranco legitimidad al otro, soy yo quien está ganando
en legitimidad. Ese acto de violencia está propiciado por un sistema que se
basa en un ejercicio continuo del poder y la competitividad. Es exactamente el
mismo motivo que provoca que nos desayunemos a diario con distintas dosis de
maltrato y violencia de todo tipo: de género, racial… De esta forma la persona con
discapacidad va adquiriendo una percepción de sí misma creada por la mirada de
los demás que no la sienten como ser humano. Va construyendo su identidad
“discapacitada”, debiendo superar infinidad de obstáculos tanto físicos como
mentales y emocionales. No debemos olvidarnos de las emociones porque son las
que envuelven todas las decisiones de nuestra vida. Cuando el sistema se niega
a reconocer que no existe una normalidad en nuestra naturaleza humana, estamos
creando sentimientos de culpa en la persona con diversidad. Su vida es un
continuo “no te puedo enseñar porque no aprendes”, o “eres demasiado lento”,
“no te hablo porque no hablas” o “no oyes”, “no juegas porque no corres o
saltas”… En realidad lo que se está expresando es un “no te enseño porque tu
forma de aprender es diferente y no me han preparado para enseñarte”. La
incapacidad o discapacidad no está en ti, está en mí, pero el sistema
competitivo en el que convivimos me obliga a no reconocerlo porque en ese
momento estoy reconociendo dos cosas: una, que si tú eres discapacitada, yo
también. Por tanto nos ponemos a la misma altura y pierdo poder. Y otra, que
puede ser aún más peligrosa por subversiva: el sistema falla y se hace evidente
que hay que cambiarlo. Pero entonces tiembla todo lo que se ha dicho, pensado y
hecho hasta ahora y nuestra zona de confort, ¿en dónde queda?
Cuando saltan todas estas cuestiones, tanto en el ámbito
familiar, social o personal; cuando la persona empieza a no reconocerse en esa
mirada distorsionada de su auténtico yo y de su realidad personal, nace la
resistencia a lo establecido por otro; nace el empoderamiento personal y con
él, la rebeldía a mantenerse en el oscurantismo e invisibilidad que proporciona
el sistema a la persona con diversidad. Empieza a saberse como sujeto de pleno
derecho. Es aquí cuando empieza el cambio de paradigma que da lugar a querer
parchear lo que hay, queriendo suavizar una situación de discriminación
permanente con la llamada integración, que no da ni respuestas ni soluciones.
Sólo camufla una situación de violación permanente de derechos. Es la sombra de
la pirámide de poder: quien se encuentra en el vértice ni quiere dejar de estar
allí ni puede dejar de ejercer su peso y presión. ¿Por qué no cambia el sistema
educativo, ni el sistema de salud, ni las condiciones para el empleo…? El
sistema hace su función eugenésica: incultura, enfermedad y pobreza.
La discapacidad, como imagen social, nos habla de un sistema
basado en la puesta en valor de la competitividad que deja en la cuneta a los
que no pueden competir. Por el contrario, la diversidad funcional nos habla de
inclusión, de equidad, de un reconocimiento de nuestra condición humana,
diversa en funcionamientos y capacidades.
Somos animales cooperantes e interdependientes. Es nuestra
naturaleza. Se puede comprobar en las distintas fases de nuestro ciclo vital
cómo nuestras capacidades van desarrollándose según nuestro entorno y cómo van
menguando con el pasar de los años, necesitando desde el nacimiento hasta la
muerte la colaboración del grupo.
La diversidad funcional, al igual que la
ecología política, lo que hace es poner como eje central “los cuidados”, el
cuidarnos entre nosotras y cuidar nuestros entornos porque la inclusión supone
priorizar esas relaciones basadas en el respeto.